domingo, 8 de febrero de 2009

El Barba Azul Aymará

En una tarde asoleada en la fría amarillenta puna que se extiende sobre la meseta del Altiplano puneño, Marcela, una joven aymará cantaba un huayño mientras con sus manos expandía y estiraba la lana para luego enroscarla en su rueca que con manos expertas hacia girar rápidamente.
Sus múltiples polleras oscilaban con cada uno de sus pasos. Con la primera pollera había formado un bolsillo enorme donde cargaba la lana que hilaba. Marcela a sus 25 años ya era considerada una solterona en su comunidad.

Los terrenos estaban recién sembrados y ella debería de cuidar los sembríos hasta el tiempo de dar tierra a las matas, entonces los miembros del ayllu se juntarían. Esos tiempos de trabajo, eran tiempos de alegría y fiesta. La comunidad compartía las labores del campo en las que se seguían usando la raucana y la chaquitaclla tal como lo hicieron los abuelos y los padres de los abuelos además del arado.

Al pasar por uno de corral Marcela tropezó con un niño de nueve años que estaba sentado descansando con la espalda recostada en la pared. Marcela lo miro con cuidado. La ropa sucia y empolvada denunciaba que había caminado mucho y dormido en la intemperie.

-¿Qué haces aquí?
- Estoy de paso- respondió el niño sin ponerse nervioso ya que parecía no importarle el no tener permiso para estar allí.
-¿Dónde están tus padres?
- No tengo padre ni madre, soy huérfano y ando buscando trabajo.
- ¿Cómo te llamas?
- Anselmo
-Quédate conmigo, yo también estoy sola en el mundo al igual que tú, yo seré tu madre y tú mi hijo y así seremos una familia pequeña y nos ayudaremos mutuamente.

Anselmo, después de pensar un momento, aceptó. Con el paso de los años la relación entre Anselmo y Marcela cambió en la intimidad pero siguieron manteniendo la apariencia de ser madre e hijo adoptivo.

Los años fueron dejando su marca en el cuerpo de Marcela mientras que el muchacho gozaba de la lozanía de su juventud.
Durante una estación de cosecha Anselmo no pudo dejar de mirar a Micaela. e insistió en que ella fuese la que recogiera las papas que él iba desenterrando.

Unos días después cuando Marcela extendió la manta y sacó el charqui, la tunta, la papa y mezcló el chaco con un poco de agua. Anselmo estaba cabizbajo pensativo sin querer probar bocado.

-Marcela, tú siempre serás alguien muy especial en mi vida, pero, yo he pensado que debo de seguir mi camino.

-Recuerda, yo soy tu mamá y tú eres mi hijo.

-Me apena decirte esto pero la Micaela me gusta, quiero pedirla en sirvinacuy; quiero empezar una familia. Me gustaría tener hijos y tú no puedes tenerlos.
Marcela entendió que Anselmo quería un hogar, deseaba un hijo que ella no le había podido dar. Entendió que era el momento de actuar como una madre comprensiva y no como la mujer despechada. No quería perderlo. Nunca lo había visto así, tan enamorado.

-El próximo domingo iremos a pedir a la Micaela. Llevaremos unas libras de hojas coca y una caja de cerveza y tú escoge un becerrito y una ovejita que les ofreceremos a sus padres. Diremos que deseamos s respetar las costumbres de nuestros ancestros y ella tendrá que venir vivir con nosotros.

Marcela y Anselmo fueron a pedir la mano de Micaela tal como habían planeado. A Micaela también le gustaba el Anselmo y aceptó el compromiso.

Los jóvenes se amaban, congeniaban y comprendían. Después de unas semanas Micaela anunció que estaba esperando un hijo. Anselmo desde ese momento parecía caminar en las nubes y se esmeraba en cuidar y mimar a la futura madre de su hijo.

Faltando poco para que naciera el bebé Marcela anunció que necesitaban vender algunos de los productos de su cosecha para poder adquirir lo que necesitaban para el bebé. Anselmo debería ir solo al mercado.

El domingo indicado, después de almorzar muy temprano, Marcela se encargó de preparar el coccahue para Anselmo, mientras que la pareja colocaba las cargas sobre las llamas y los burros entre bromas y juegos.

-No tardaré mucho -dijo Anselmo y salió arreando los animales; lo vieron perderse en el horizonte.

Micaela se fue a pastear el ganado y al regresar, escuchó que Marcela la llamaba al dormitorio.

- Micaela, hija te necesito, ven.

Cuando Micaela entró en el cuarto, Marcela comenzó a golpearla con una pala.
- Mala mujer, me has quitado mi marido, eres una mujer fácil.-le gritaba. Micaela por su avanzado estado de gravidez no podía defenderse ni correr de su atacante y pronto quedó inconsciente.
Marcela no paró hasta asegurarse de que estaba muerta.

Con la misma pala empezó a cavar una fosa cerca de los pies de la cama hecha de piedras y barro al estilo de los ancestros. La tarea era ardua, la fosa debía ser profunda o los perros desenterrarían el cuerpo.

Cuando estuvo satisfecha de la profundidad del hoyo comenzó a arrastrar el cuerpo de Micaela; estaba tan absorta en su labor que no vio llegar a Anselmo el que dio un grito de dolor y, sollozante corrió abrazar el cuerpo de Micaela.


-¡Qué has hecho con mi Micaela!

-Ella me robó mi marido- contestó Marcela con toda frialdad.

-No puedo denunciarte, tú me has ayudado cuando yo no tenía a nadie- sollozaba Anselmo viendo que no podía devolverle la vida a su amada. Resignado ayudó a enterrarla.

Con el paso de los días el dolor de la perdida fue disminuyendo y reanudó su relación de pareja con Marcela. Para explicar la ausencia de la joven esposa dejaron correr el rumor de que Micaela se había escapado a Bolivia con un amante.

Anselmo volvió a fijarse en Juanita otra joven muchacha a la que pidieron en sirvinacuy. Juanita y Anselmo no congeniaron y pronto comenzaron a discutir. Anselmo se cansó de las peleas y las discusiones y pidió ayuda a Marcela para solucionar esta situación.

Anselmo se escondió en el dormitorio y Marcela llamó a Juanita al cuarto. Cuando Juanita entró, Anselmo la golpeó en la cabeza y ambos continuaron golpeándola hasta asegurarse de que estaba sin vida; esperaron la noche para enterrarla en el corral, así los vecinos cercanos no los podrían ver mientras cavaban la fosa.

Llegaron unos años de sequía y los miembros del ayllu comenzaron a sentir los estragos de la escasez de sus cosechas. Los curacas se juntaron y preguntaron a las hojas coca, a los anchanchos la razón de la sequía. La respuesta fue que un miembro del grupo había cometido varios crímenes que no habían sido castigados por la ley de los hombres. Fueron descartando uno por uno todos los integrantes del ayllu hasta llegar a Marcela y Anselmo; les pareció insólita la cantidad de esposas que él había tenido en sirvinacuy y que habían desaparecido sin ningún rastro.

La explicación que ambos daban ya no les parecía aceptable y nadie se acordaba haber visto por sus tierras a hombres extraños en camino hacia Bolivia.

Los curacas pidieron una investigación legal. Al excavar los terrenos de la propiedad de Marcela se encontraron veinte cuerpos en diferentes estados de descomposición.

Marcela durante el juicio insistía entre sollozos que ella era la única culpable y que Anselmo era inocente de todo y suplicaba compasión para su hijo adoptivo.

-Esa mujer es la que ha hecho todo, yo no sé nada de lo que pasó a esas mujeres. Esa vieja es celosa y no quiere que me vaya. Yo no sé nada -insistía Anselmo sin inmutarse.

Se le pidió a Marcela, una frágil y delgada anciana que jalara un costal de papas con el peso equivalente a un cadáver y no pudo moverlo del sitio.



-¿Qué haces cuando quieres mover un bulto como ese? tú no puedes moverlo- le preguntó el Fiscal

-Yo tengo que llamar a mi hijo para que lo mueva- respondió Marcela.




Marcela y Anselmo fueron condenados a prisión perpetua.

Maria Fischinger
Del libro debajo del sol y la luna

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